Raíz (ubicada en algún punto entre el cerebro y el corazón)

Tengo siete hermanos. Nací en Barrio Nuevo, pero no tengo memoria de mi primer hogar. Mis recuerdos más viejos se ubican en una casa grande, tercer piso, tejas de eternit, en el barrio Florencia. De allí conservo algunos destellos de las tardes de juego en la calle, un balcón que mira al nororiente de Medellín, con el que aún sueño, y un miedo que vuelve al reconstruir esa mudanza apresurada, como a hurtadillas, para proteger la vida.

Fui una muchacha con suerte. Al salir del colegio, no tuve que buscar un trabajo para ayudar a la economía familiar; ya lo habían hecho por mí -por nosotros- mis cinco hermanos mayores y, como no, los papás. Y la buena estrella me permitió desentrañar el laberíntico examen de ingreso a la Universidad Nacional. Estudié. Conocí otras maneras de ver el mundo, de asumirse en él. Hallé trabajo una semana antes de terminar las asignaturas que me convertirían en ingeniera administradora, y nunca me he quedado desempleada. Soy una mujer con suerte. 

Procuro honrar con amor lo que se me ha dado, y lo agradezco, porque hay algo de esfuerzo propio, claro, pero hay tanto de sacrificios hechos por otros, de angustias silenciosas en busca del sustento. Un camino más largo que los años que tengo, una historia que sobrepasa incluso la vida de mis padres. Una raíz que se hunde en la tierra -o que enterramos- y que de tan escondida nos hace olvidar el lugar de donde venimos. 

A veces, como hoy, la siento moverse (y tal vez por eso el corazón late un poco más rápido). Sube, camino de la amígdala, prende alarmas o recuerdos o breves sensaciones, y baja hacia mis dedos, toma su forma y presiona una tecla tras otra hasta llegar a este punto final.



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