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Lengua

Cientos de espinas puntiagudas para atravesar las capas de pelo hasta limpiar la piel. Un triángulo igualmente espinoso que permite agarrar casi cualquier alimento. Un bífido y complejo laboratorio químico siempre al acecho. Lenguas de otros animales que el instinto de supervivencia ha ido moldeando.  La mía es una geografía quebrada  – dicen que viene de familia – , y durante mucho tiempo preferí reír a puerta cerrada, para evitar que alguna mirada cayera sobre sus grietas. Sin embargo, con los años he aprendido a quererla y cuidarla. Sé que la piña y el mamoncillo la hieren; que la leche y los buenos besos la refrescan. Procuro, a través suyo, amar de palabra y de obra, y guardarla a mordiscos cuando quiero decir lo que nadie preguntó. 

Columna

Como una torre de marfil, la columna vertebral es defensa y soporte. Como un hilo de cometa, nos permite libertad, movimiento.  No sé bien en qué momento esta combinación precisa de huesos, músculos, tendones y nervios que me sujeta empezó a resquebrajarse; en qué momento empecé a poner uno sobre otro los malos sueños, muchos temores, ciertos complejos, como arrumando cajas en el cuarto de un acumulador. Ella, cuya voz está hecha de electricidad, intenta hablar todo el tiempo y a veces grita. Apenas ahora, mientras repaso hojas de libros que aún no leo, me dispongo a escucharla. Mi comprensión es precaria, pero intuyo la necesidad de botar, limpiar y tal vez devolver lo que no me pertenece. Permitir que la luz retorne a ese cuarto, más liviano de cargas; cuidar las grietas de la torre que ya no se pueden restaurar, destensar el hilo para permitirle, por lo menos, un vuelo bajo.

Verde

Como si volviera de un largo viaje, abro los ojos y el mundo ha cambiado. El mundo es mi cuerpo. El mundo es mi casa. Me asomo al balcón para comprobar que el jardín sobrevive, gracias a Rosalba que no ha olvidado regarlo. También allí las cosas han cambiado: una rosa nueva, ¡tan pequeña!; la promesa de flores en el geranio  — que en casa llamamos novio — ; varios botones marchitos en la violeta. Una familia de bichitos aferrada a un tallo. Despacio, como avergonzada del abandono, corto las hojas secas, limpio el tallo, rocío la mezcla de agua, ajo y alcohol. Las observo y me observan. Me parece, mientras las limpio, que también algunas hojas secas saltan de mi cuerpo. Me palpo brazos, senos, cuello, mandíbula... La respuesta alienta.  Aspiro el aroma de la flor de lavanda, desperdigada en el matero. Creo escuchar una sonrisa de pétalos y savia, como un anuncio de la vida que se renueva.

Parálisis

¿Has estado alguna vez en la línea que divide la vigilia del sueño, ojos abiertos, piernas y brazos inmóviles, tu perchero transformado en sombra que acecha en un espacio que no reconoces, las cuerdas vocales más quietas que los brazos, la angustia porque nadie puede venir en tu auxilio? Se siente así, un poco, la tristeza.  Pero no duermes, permaneces en el mundo de los despiertos. Puedes ver y oír, pero no consigues dar un paso al frente. Tampoco atrás. La casa muta en laberinto y todo lo que ha sido tuyo parece ajeno, extraño, distorsionado. Que hablar ayuda, dicen, pero no encuentras la palabra. Que no estás solo, pero en el instante más oscuro es ausencia lo que percibes. Por terrible que parezca, la parálisis del sueño dura apenas un par de minutos. La tristeza, ¿cuánto dura la tristeza?

Naturaleza

Algo, quizá la cola de un pez, roza mis piernas. Miedo es la primera reacción porque el mar es siempre un misterio y son un misterio sus criaturas, y dicen que ni al uno ni a las otras deberíamos tentar. Pero en esta ocasión no obedezco al temor sino a la placidez que me producen el agua en calma y la ausencia de otros bañistas. "Espero que no piques ni muerdas" digo a media voz y como respuesta ya no una sino varias colas me tocan. Es probable que me haya atravesado en el camino de un banco de peces, a fin de cuentas estoy en su casa, así que procuro quedarme tan quieta como el breve oleaje lo permite.  Apenas unos segundos después dejo de sentirlos. Antes que yo -seguramente- percibieron la sombra del pelícano, perfecto artefacto de vuelo que se clava en el agua y sale de ella con una de las colas zarandeándose en el pico, el saco ensanchado para acomodar a su presa más reciente. Es la naturaleza, pienso, mientras nado rápido, de regreso a la certeza hecha de arena.

Psique

Descalza, la niña mira las luces rojas que flotan en el aire. Sobre el patio vacío cae la luz de las 5:30, pero a ella no la perturba la cercanía de la oscuridad.  Bien puede ser la conjunción de sueño y recuerdo, amasados durante treinta y nueve años en algún rincón de la mente. La tarea es indagar en la imagen, en los pies sobre el cemento, en el vestido crema, en las vigas de madera que sostienen el techo. En el color apocalíptico de ese atardecer. No es posible saber, ahora, si habrá respuestas. Hay preguntas y una mano abierta, para cuando aceche el abismo.

Bucle

Un algo, un no se sabe todavía qué, obstaculiza el paso del aire. La monotonía de los latidos se quiebra y lo que hasta hace un momento era huesos y carne, de pronto se convierte en arena. Y no es arena lo que sostiene un cuerpo. Viene entonces esa sensación de breve muerte, que se deja seguir por el mareo, las gotas frías que llenan las manos y la frente. Después la palidez, y el recuerdo punzante en la cabeza, cuando todo parece retornar a su cauce.  Y otra vez no hay aire, ni huesos, ni carne. Solo arena.